___________________ Algunos Escritos ____________________

La traicion de Rita Haywort

Posted in Alan Pauls by Martín Kaissa on 19 marzo 2010

Por Alan Pauls

 

La traición no cuenta, pues, la iniciación de Toto, su protagonista. Más bien escenifica el enfrentamiento entre dos lógicas, una lógica del crecimiento y una lógica de la detención, o entre dos modalidades de la transformación: transformación extensiva de Héctor, ligada a una cronología que la organiza en ciclos y estados previsibles; transformación intensiva de Toto, inmóvil, vinculada con el terreno del lenguaje y la acción. El cuerpo de Héctor es sintagmático, continuo, expansivo. El de Toto, en cambio, anula la continuidad: es un campo de acontecimientos y cortes.

 

El factor Borges

Posted in Alan Pauls, Prosa by Martín Kaissa on 4 enero 2010

Por Alan Pauls

 

<<Sólo se pierde lo que realmente no se ha tenido.>> a los 27 años, Borges comprende que no basta con <<no tener>> (no haber vivido la patria chica); que es preciso <<perder>> (experimentar la nostalgia). Porque perder no es una fatalidad sino una construcción, un artefacto, una obra. Algo que requiere tanto cuidado y dedicación como un verso o una argumentación literaria. Para <<no tener>> sólo hacen falta un estado de cosas desfavorable, una injusticia, una desgracia. Es apenas el primer paso. Perder, en cambio, sólo pierden los artistas, que por medio de la nostalgia convierten en mito todo aquello que no tienen. Y Borges, hasta entonces confiado en el porvenir, decide ahora apostar todo a la pérdida. El siglo XIX (la Argentina premoderna, la de la pampa, los gauchos, el barrio y la intimidad sin intrusos) deja de ser un material versificable y pasa a ser otra cosa, algo a la vez más perturbador y más reconfortante: una especie de infancia imposible, el mundo del que Borges, alguna vez, fue desterrado.

 

La prosa del observatorio

Posted in Cortazar, Prosa by Martín Kaissa on 11 septiembre 2009

Por Julio Cortazar

(…)
También la señorita Callamand y el profesor Fontaine ahíncan las teorías de nombres y de fases, embalsaman las anguilas en una nomenclatura, una genética, un proceso neurendocrino, del amarillo al plateado, de los estanques a los estuarios, y las estrellas huyen de los ojos de Jai Singh como las anguilas de las palabras de la ciencia, hay ese momento prodigioso en que desaparecen para siempre, en que más allá de la desembocadura de los ríos nada ni nadie, red o parámetro o bioquímica pueden alcanzar eso que vuelve a su origen sin que se sepa cómo, eso que es otra vez la serpiente atlántica, inmensa cinta plateada con bocas de agudos dientes y ojos vigilantes, deslizándose en lo hondo, no ya movida pasivamente por una corriente, hija de una voluntad para la que no se conocen palabras de este lado del delirio, retornando al útero inicial, a los sargazos donde las hembras inseminadas buscarán otra vez la profundidad para desovar, para incorporarse a la tiniebla y morir en lo más hondo del vientre de leyendas y pavores. ¿Por qué, se pregunta la señorita Callamand, un retomo que condenará a las larvas a reiniciar el interminable remonte hacia los ríos europeos? Pero qué sentido puede tener ese por qué cuando lo que se busca en la respuesta no es más que cegar un agujero, poner la tapa a una olla escandalosa que hierve y hierve para nadie? Anguilas, sultán, estrellas, profesor de la Academia de Ciencias: de otra manera, desde otro punto de partida, hacia otra cosa hay que emplumar y lanzar la flecha de la pregunta.
(…)


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¿una nueva suavidad?

Posted in Otros by Martín Kaissa on 4 septiembre 2008

Por Suely Rolnik

 

¿El amor se vuelve imposible?

Ya sabemos que la familia se ha desmoronado. No es algo nuevo. De ella quedó una determinada figura de hombre, una determinada figura de mujer. Figuras de una célula conyugal. Pero ésta también se está «desterritorializando» a pasos agigantados. El capital ha desvalorizado nuestra manera de amar: estamos completamente fuera de la escena. A partir de ahí, son muchos los caminos que se esbozan: del apego obsesivo a las formas que el capital ha vaciado (territorios artificialmente restaurados) a la creación de otros territorios de deseo. Nos topamos con innumerables peligros, a veces fatales. En uno de los extremos está el miedo a la desterritorialización frente al que sucumbimos: nos encarcelamos en la simbiosis, nos intoxicamos de familiarismo, nos anestesiamos frente a toda sensación de mundo, nos endurecemos. En el otro extremo —cuando conseguimos no resistir a la desterritorialización y, zambullidos en su movimiento, nos convertimos en pura intensidad, en pura emoción de mundo—, nos acecha otro peligro. La fascinación que la desterritorialización ejerce sobre nosotros puede ser fatal: en lugar de vivirla como una dimensión imprescindible de la creación de territorios, la tomamos como una finalidad en sí misma. Y, completamente desprovistos de territorios, nos fragilizamos hasta deshacernos irremediablemente. Entre esos dos extremos, o esas diferentes maneras de morir, se ensayan desgarradamente otras maneras de vivir. Y todos esos vectores de la experimentación coexisten, muchas veces, en la vida de una misma persona.

En el primer caso, Penélope y Ulises —supervivientes del naufragio de la familia— encarnan en todos nosotros, arrastrándonos hacia esa maldita simbiosis que nos persigue, hombres y mujeres que sólo varían su estilo. Esa maldita voluntad de espejo. Esa sed insaciable de absoluto, de eterno. Sed que no nos da tregua y que nos aparta de todos los hilos del mundo —humanos o no— con los que podríamos estar tejiendo territorios, tejiéndonos. En la inmovilidad malhumorada de Penélope (que teje, pero siempre los mismos hilos) o en el movimiento compulsivo de Ulises (que nada teje) está siempre el mismo tedio, la misma impotencia, la misma angustia.

Las Penélopes tejen, pero siempre lo mismo: el amor por Ulises. Hilos, humanos o no, no son nada para Penélope: los rechaza todos, o ni siquiera los percibe. Su argumento es la eterna actualidad del tejido que teje para (y con) Ulises, obra que le lleva todo el tiempo y todo su espacio. Un tejido que cada noche deshace y que reinventa cada día. No es por gusto de tejer que teje, sino por gusto de reproducirse del tejido, la imagen de ese amor. El mundo se vuelve así absoluto: ella y el otro (Ulises) dentro de ella. Penélopes eternamente condenadas a la voluntad de permanecer.

Los Ulises viajan, no tejen. Andan por todas partes sin estar en ninguna parte. Hilos, humanos o no, no tejen, pero son pedazos-imagen de un mundo del que Ulises intenta apoderarse en cada aventura. El mundo se vuelve así absoluto, Ulises y el otro (todas las otras) que él penetra. Pedazos cuyo montaje forma una imagen del mundo. Ulises eternamente condenados a la voluntad de partir.

Penélope se niega a la aventura, porque en la aventura se evidencia para ella la desterritorialización, el objeto de su pánico. Fervorosas adeptas y propagadoras, a su modo, de la fe en lo absoluto, las Penélopes no se reconocen en la discontinuidad de los contornos y no lo reconocen como ineluctable. Y cada vez que sienten lo discontinuo, lo consideran un mero accidente —y, en tanto tal, pasajero— accidente atribuido a la falta de otro dentro de ellas. La desterritorialización es traducida como sensación de estar desagregándose mientras Ulises les falta. Y, melancólicamente, Penélope lo acusa: «Me destruyes con tu voluntad de ausencia». Pero esa sensación de destrucción (en la ausencia) es indisociable de una esperanza: la de la sensación aliviadora de reconstrucción (en su presencia) —condición de existencia de las Penélopes. La queja de la falta de Ulises alimenta la esperanza de que en cada retorno él le devuelva la certeza de ser mujer. La tan llorada amenaza de pérdida de Ulises es amenaza de una pérdida de sí misma; amenaza apaciguada en cada retorno de Ulises, que le devuelve ese sí misma. Es como si para existir, ella estuviese condenada a repetir infinitamente esa secuencia ritual que culmina con el acto de su fundación como mujer. «Pero en cada retorno he de apagar lo que tu ausencia me causó…», en cada vuelta tuya, sabré de nuevo… y de nuevo… y de nuevo… que soy mujer. En los gemidos que puntúan la angustiada espera de Ulises —cultivo de la simbiosis— Penélope garantiza su espejo.

Para Ulises la evidencia de la desterritorialización —objeto de su pánico— está en tejer. Por lo tanto, Ulises se niega a tejer. Fervorosos adeptos y propagadores, pero de otro modo, de la fe en lo absoluto, los Ulises tampoco se reconocen en la discontinuidad de los contornos, ni la reconocen como ineluctable. Y cada vez que sienten lo discontinuo, lo consideran un mero accidente y, en cuanto tal, pasajero. El accidente, aquí, es atribuido al exceso de presencia del otro, que les impide el acceso a todos los otros. La desterritorialización es traducida como sensación de estar siendo devorado por Penélope. Y, fóbicamente, Ulises la acusa: «Me destruyes con tu carencia, con tu deseo de presencia». En este caso, inverso al de Penélope, la sensación de destrucción (en su presencia) es indisociable de una esperanza: la de una sensación aliviadora de reconstrucción (en su ausencia) —condición de existencia de los Ulises.

Él precisa irse para mantener a Penélope bajo la amenaza de perderlo y en esa amenaza mantener vivo su deseo por él, deseo en el cual se refleja. Amenazada, Penélope grita su nombre a los cuatro vientos y desde el fondo de su desesperación le dice: «Yo no existo sin ti…», «sin ti, mi amor, yo no soy nadie…», «me duermo pensando en ti… y amanezco pensando en ti…», «yo sé que voy a amarte toda mi vida…» Al oír eso, Ulises se alivia: en el desconsuelo de ella, se consuela. Estando de nuevo seguro ahora sabe: «En cada ausencia mía, yo existo en la espera llorosa de ella, que constato y vuelvo a constatar en cada vuelta». Es en ese retiro ritual, hecho de una eterna fuga y de un eterno retorno —configuración de la simbiosis— en el que Ulises garantiza su espejo.

Las agresivas escapadas (los viajes de Ulises) son condición de existencia de ella. Penélope precisa, en su espera, quejarse de la «otra», —todas las mujeres (reales o imaginarias, no hay diferencia). En esa queja, indaga: «Espejo, espejo mío, ¿existe alguien más mujer que yo?» Y el eterno retorno de Ulises, respuesta del espejo, hace de ella La Mujer. La espera melancólica (el tejer y retejer de Penélope) es condición de existencia de él. En la irritación frente a la carencia de Penélope, Ulises se funda como Hombre. Él precisa quejarse de la desesperación inconsolable de ella, pues en esa queja certifica la permanencia del suelo que pisa, el suelo de su perpetua reterritorialización. En realidad, en sus viajes, Ulises nunca se desterritorializa: está siempre y solamente en la secreta tierra firme hecha del incesante lamento de Penélope.

El pánico de Ulises ante la carencia de Penélope genera el pánico de Penélope ante la fuga de Ulises, que genera el pánico de Ulises. Pero Ulises nace del pánico de Penélope, que nace del pánico de Ulises… Él aparece como el villano de la historia, ella como la molestia: él quien abandona y ella quien une. Pero, en realidad, los dos precisan tanto del abandono, como de la unión: —pacto simbiótico. Ambos precisan de esta intermitencia: en la silenciosa noche, silenciosamente, el tejido se deshace, instaurando la amenaza de la descomposición de lo junto —y, consecuentemente, de cada uno de ellos, indisociables en esta unión. Ala luz de la mañana, los hilos, visiblemente, se tejen. En esa alternancia, lo que se busca es estar seguro de que la trama de ese drama perdure. Es preciso ver para creer infinitas veces. Repetir sin parar el peligro de desarticularse, para certificar lo eterno y absoluto de esa trama.

Penélope controla el tiempo: teje la trama de la eternidad. Ulises controla el espacio: monta la imagen de la totalidad. Dos estilos complementarios del deseo de absoluto: inmovilidad tibia y melosa, movilidad fría y seca. La misma esterilidad. Una sola neurosis: equilibrio homeostático. Miedo a vivir. Voluntad de morir. Penélope y Ulises somos todos —con diferentes matices en cada momento. Más allá de eso, no es siempre el mismo Ulises el que Penélope espera que vuelva; no es siempre la misma Penélope la que Ulises abandona al partir —varían, y cada vez más. Mientras tanto, la escena es siempre la misma: hay siempre una mujer que desempeña a Penélope para él, siempre un hombre que desempeña a Ulises para ella (o viceversa). Remanentes activos de una familia desaparecida, que reproducimos artificialmente bajo las más variadas formas. Reterritorialización, eterna condena a «hacer escenas» en familia, maneras y maneras de reiterar que un día «esto» se volverá entero. Pero un día, el Ulises —presente en cada uno de nosotros, hombres y mujeres— sale de la escena: se separa definitivamente de Penélope. No volverá nunca más. Superado el miedo, ya no precisa de espejo en la espera de ella, ni en la de nadie: se entrega de cuerpo y alma a la desterritorialización. Y otra escena se instaura: la de las máquinas célibes . Sin territorio fijo, las máquinas célibes vagan por el mundo. Con cada hilo que se presenta —humano o no— ellas mismas tejen, se tejen. Y en cada nuevo hilo, olvidan, se olvidan. Sin identidad, son pura pasión: nacen de cada estado fugaz de intensidad que consumen. Su vuelo, ya lejos del sofocante mundo de los Ulises y Penélopes, alcanza universos insospechados. La vida se expande. Hay una alegría en esa expansión. Grandeza célibe. Sin embargo, también hay una miseria en ese todo: nunca se articulan los hilos, nunca se organizan territorios. Y así el potencial de expansión contenido en la recién conquistada intimidad con el mundo se desperdicia. Se dispersa.

En esa furia de tejer con tantos hilos, tan rápidamente sustituidos, ya no conseguimos detenernos. El otro, descartable, es el mero paisaje que como mucho mimetizamos. Almas en pena, viajamos a través de esos paisajes que se suceden, al igual que nosotros mismos. Nunca nos posamos en ningún paisaje que nos permita constituir territorio y, reorganizados, proseguimos viaje. Miseria célibe. Hay cierta amargura en todo eso. Sin tiempo ni espacio para tejer lo que sea, cuerpo y alma van perdiendo la capacidad de urdir. Invalidándose nuestras defensas inmunológicas: nos volvemos tan vulnerables que, al más leve toque, nos disolvemos. Y morimos de sida.

Es verdad que no siempre funcionan así las máquinas célibes. A veces la especial pasión nos despierta algún hilo que aún nos lleva a investir un tejer. Pero, entonces, lo que frecuentemente ocurre es que asistimos impotentes a nuestra recaída en la simbiosis —la misma. Una vez más aterrizamos en ese suelo: nos reterritorializamos.

Dos escenas, dos peligros, un solo daño: entre la simbiosis y la desterritorialización vivida como finalidad en sí misma, quien sale perdiendo es el amor. ¿Entonces el amor se vuelve imposible? No exactamente.

Exhaustos de tanta repetición, descubrimos que siendo como Penélope exaltando el retorno al confort del hogar, al confinamiento conyugal, o siendo como Ulises, exaltando la libertad de aventura que únicamente existe en función de su eterno retorno al nido, sólo se enmascara el miedo a la desterritorialización por un deseo de absoluto. Y no solamente eso. Constatamos también que el acto de exaltar esa libertad para circular incorpóreamente, sin Penélope alguna que nos refleje en su espera (máquinas célibes), termina separándonos de nuestra propia vida. Consternados, descubrimos que por haber pretendido librarnos del espejo, lo que acabamos perdiendo es la posibilidad de involucrarnos —como si la única ligazón posible fuese la de especular. Por haber pretendido librarnos de la simbiosis, lo que acabamos perdiendo es la posibilidad de construir territorios como si el único montaje posible fuese la simbiosis.

Saturados de tener la sensibilidad limitada a esas frecuencias —el miedo y/o la fascinación de la desterritorialización— sintonizamos (por una cuestión de supervivencia… y de humor) otras frecuencias, hasta hace poco ignoradas.

Entramos en el cine y en una ciudad del futuro —no tan distante—, descubrimos que más allá de esos dos vectores se delinea toda una experimentación de construcción de otros territorios de deseo. Ridley Scott nos introduce en ese mundo, en su película Blade Runner . En él somos presentados a los «replicantes »: clones programados para colonizar el espacio. Perfectas réplicas humanas. No sólo están equipados para producir réplicas emocionales (eso no interfiere en su libre circulación por los planetas, indispensable para el cumplimiento de su tarea). Son réplicas pero de las máquinas célibes, en su máxima perfección. Pero las cosas no son tan fáciles para ellos: cuando está a punto de expirar su plazo de existencia, se rebelan. Replican. En el comienzo de la película, acaban de volver a la Tierra, justamente para subvertir su destino. Quieren abandonar su condición de desalmados: presentan ya esas franjas de frecuencia con las cuales el hombre, su creador, se negó deliberadamente a equipararlos. Atacan la empresa de su creador: quieren vivir. Pero la vida ya no puede ser para ellos —su destino es fatal. Su revuelta sólo será exitosa si contaminan a los humanos. Deckard, un casi no-hombre —ser hombre, dicen en la película, es ser perseguido (man) o perseguidor (policeman) y Deckard no es ni lo uno ni lo otro—, será el escogido. Por los hombres, para eliminar los replicantes. Por los replicantes, para ser contaminado con el recién-descubierto potencial de compromiso y generosidad, con el coraje que ese potencial requiere para expandirse. Roy, jefe de la banda de replicantes, en medio de una lucha a vida o muerte con Deckard, lo salva, lo contamina y muere. Deckard, primer hombre casi replicante y Rachael, última replicante casi humana, se salvan. Apasionados y amorosos, parten juntos y la película termina. Nos quedamos con la esperanza —tal vez ingenua— de que inventaron otra especie de amor. Nos quedamos soñando con la posibilidad de otras escenas.

¿Otro mito?

Un más allá de los ulises y de las penélopes: un amor no demasiado humano. Montajes desintoxicados del vicio de reducción del deseo de mundo a un objeto-persona o una persona-objeto. Pero también un más allá de las máquinas célibes, esa otra cara del hombre: un amor no demasiado deshumano. Montajes desintoxicados del vicio de proliferación de mundos, objetos de deseo —proliferación tan desenfrenada que no hay ni más mundo, ni deseo. Nos quedamos imaginando un más allá del hombre (humano y/o deshumano), donde los campos de intimidad se instauren. Territorios-refugio. Una cierta inocencia.

Un más allá del espejo, donde el otro no sea ya aquel que delinea nuestro contorno (Ulises/Penélope), ni un paisaje fugaz en el que, como las máquinas célibes, no creemos cosa alguna.

Un más allá del espejo donde nuestro viaje no sea ya aquel agarrado de un Ulises, ni aquel otro de las máquinas célibes (desgarrado). Viaje solitario: una soledad poblada por los encuentros con lo irreductiblemente otro.

¿Pero cómo sería ese viaje? De él sabemos apenas dos o tres cosas. La primera es que él sólo se hace si preservamos lo conquistado por las máquinas célibes —tener autonomía de vuelo, un vuelo donde el encuentro con lo irreductiblemente otro nos desterritorialice; ser pura intensidad de ese encuentro.La segunda es que, si eso es necesario, no es suficiente: al mismo tiempo que se da la desterritorialización, es preciso que, a lo largo de los encuentros, se construyan territorios. (Máquinas célibes, lo que no sabíamos es que sin territorio alguno, la vida, desarticulada, mengua). Y nos empeñamos en la creación de esta nueva escena (¿Nuevas escenas?). Somos casi replicantes, ya sabemos también de qué está hecho ese empeño: está hecho de amor. Pero, por ahora, poco o nada sabemos acerca de ese tipo de amor.

Las franjas de frecuencia de ese inusitado viaje aún no están bien sintonizadas. Hay ruidos, sonidos inarticulados y muchas veces no soportamos la espera de que una composición se cree: en nuestra prisa por oírla, corremos el riesgo de componer esos sonidos con viejos clichés. Es difícil no caer en el sentimentalismo de un final feliz. De nuevo la trampa del Espejo. Al final, ése es sólo el primer encuentro entre un hombre-casi-replicante y una replicante-casi-humana; y, más allá de eso, hace muy poco tiempo que fuimos contaminados por el secreto de Roy, el jefe replicante.

En realidad, lo que no soportamos es la estridencia de esos sonidos inarticulados. Es el «nada más de aquello todo». Lo que no soportamos es que somos un poco Penélopes, un poco Ulises, un poco máquinas célibes, un poco replicantes… y un poco nada más de aquello todo. E incluso, en los momentos en que, desavisados, conseguimos soportarlo, descubrimos con cierto alivio que, de la convivencia desencontrada de esas figuras, se destila ya una nueva suavidad.

 

apuntes para pensar caminando

Posted in ::: Escritos míos, Ensayos, imagenes by Martín Kaissa on 23 junio 2008

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Escribo en el escritorio frente a la pantalla cuando escucho el timbre de la casa. La perra, que ahora ni siquiera puede mantenerse en pie, ensaya un ladrido lastimoso derrumbada bajo la mesa. Me asomo por la ventana y veo el gamulán de siempre imponiéndole respeto al invierno. La tarde invita a salir, para pensar juntos decidimos salir a caminar.

Para aquellos que venimos pensando que pensar significa cambiar de lugar, moverse mientras se piensa se vuelve fundamental. Tal vez sea valido entonces afirmar la politización de cierta dimensión del caminar, balbucear una biopolítica de nuestros recorridos por la ciudad.

Si pensar significa moverse, el pensamiento necesariamente implica caminar. Aún a riesgo de caer en una apología del nomadismo, decimos que el pensamiento siempre tiene que ver con la producción de la vida, con la apertura hacia nuevos signos vitales, con la constitución de territorios existenciales más potentes en los que podamos decidir cómo queremos vivir. A este modo de pensar lo llamaremos pensamiento caminante.

Habría otro modo, higiénico o de oficina, en el que el pensamiento no sale, porque si lo hace, si camina, se ensucia de tierra. Este modo de pensar esterilizado, aséptico, es el de alguien que sólo tiene sexo después de bañarse. El modo de escritorio es el modo del pensamiento como repetición e implica estarse quieto, volver al mismo lugar, no ir más allá del goce consistente en escucharse repetir. Perrunamente hablando, el límite que puede encontrar el modo oficinista es terminar comiéndose la cola.

Estar quieto en el escritorio es como estar castigado. Como aquella vez en el jardín cuando le levante la pollera a mi compañerita y me pusieron en penitencia sentado contra la pared. Ahora no hay rincón ni penitencia pero la silla sigue ahí. También hay una luz, más parecida a la de un criadero de pollos que a la de un velador.

Ahora bien, la pata floja del aparato de pensamiento escritorial puede llegar a ser el devenir feo. O sea que, más que malo, podría llegar a ser un modo feo del pensar. Sobre todo si la soledad en algún momento se vuelve desolación, si el cuerpo no encuentra otro cuerpo para construir entre ambos un límite, un nuevo territorio. En este último sentido de lo somático, si el infierno son los otros, el paraíso también.

Hace algunas semanas les propongo por mail a mis compañeros becarios de conicet armar entre nosotros un laboratorio de becarios. La idea era, antes que sobre hipótesis, autores o libros, trabajar sobre las inscripciones corporales y las dimensiones vivenciales de nuestro modo de producción de conocimiento: dónde nos angustiamos, cuándo nos aburrimos, con quiénes cooperamos, qué nos alegra, por qué siempre estamos corriendo. Intuyo que ese “correr” puede ser la versión híper-acelerada de un pensamiento que no camina, el doble académico del modo de pensamiento higiénico. Para el corredor urbano, detrás de cada eventualidad doméstica acecha una conspiración contra su propio tiempo. De modo que, hacer una compra en el supermercado significará un atraso definitivo en sus lecturas agendadas. Ir al cajero a sacar plata, cambiar el cartucho de la impresora o llamar al gasista le demandarán una lucidez que bien podría estar volcando en reescribir la ponencia que acaba de terminar.

Sin embargo ¿todo caminar implica pensar? ¿Siempre que se camina se piensa? ¿Qué papel juegan los lugares por los que se camina? ¿Y la compañía del caminante o su interlocutor? ¿Y la época del año? ¿Y el escenario geográfico? Es como si el pensamiento se tiñera del territorio sobre el que se erige. Pero… ¿Se ensucia uno invariablemente de los lugares por los que anda? ¿Caminar al lado del río en Rosario, por ejemplo, promueve el pensamiento líquido? ¿Caminar por un bosque misionero conlleva un pensamiento denso? ¿Caminar en las alturas de Bolivia te otorga un pensamiento panorámico? De la misma forma, ¿caminar de noche por el centro de Las Vegas promueve un pensamiento iluminado? ¿Se puede pensar en las planicies lacerantes de Colonia Caroya? ¿Y en las siestas taciturnas de San Antonio de Areco? Preguntas que me hago mientras camino.

Camino por una calle en subida. De repente, exhausto, me siento sobre una piedra. Mientras intento respirar se acerca un viejo y, sin preámbulos, me pregunta ¿a quien espera?

Quiero compartir con ustedes un catálogo de caminatas:

Habría un caminar desesperado.

Habría un caminar turístico.

Además habría un caminar gasolero: para este modo de caminar, que doy en llamar “gasolero”, caminar no es una decisión afirmativa. Por el contrario, en este caso se reduce a eso que hago porque tengo que moverme de un punto a otro y no quiero gastar plata en taxi o en colectivo. Por lo general, el caminante gasolero siempre está llegando tarde a algún lado. Este modo sería algo así como la extensión caminante del modo de pensar higiénico: o sea, uno no desconectó con lo que estaba haciendo y pensando, pero no le queda otra que moverse para llegar a destino. Algo así como “de la casa al trabajo y del trabajo a la clase de charango”.

Como al caminante gasolero siempre se le hace tarde, al igual que en el caminar desesperado y en el caminar turístico, el cuerpo del otro es un obstáculo en la marcha. Si en el caminar desesperado el cuerpo del otro es un estorbo para que mi cuerpo llegue más rápido a la mina que me vende Fernet-Cola Gavuti atrás de una barra o es la bolsa de tetas con escote sojero que me separa de un seguro orgasmo por la Plaza Pringles a las seis de la tarde un martes de primavera. Lo mismo que en el caminar turístico, en donde el cuerpo del otro equivale a eso que me falta para llegar a las ruinas de los Tiwanacu.

Otro rasgo del caminar gasolero es la superfluidad de la mirada: los ojos ven pero no miran; ciegos bien abiertos, quedan como enfrascados en la actividad mental de la que todavía no han sido arrancados. Caminando así, paso casi a diario por Corrientes entre Córdoba y Rioja y juraría que si en este momento alguien me pregunta qué negocios, edificios o cosas hay en esa calle, no tendría nada para decir. De igual forma sospecho que, aunque quisiera, la sobre-estimulación provocada por el exceso de signos de mercado haría que todo intento de mirada fuese inútil.

Camino por Corrientes, en Buenos Aires, con la fantasía de que -entre puestos callejeros, promociones de todo tipo, estridencias artesanales, kioscos de revistas, perfectos desconocidos y vidrieras- aparezca una piecita para entrar a molerme a palos con alguien y poder hacer algo con mi agresividad.

Por último, existiría un modo de caminar decidido, que es finalmente aquél que me interesa politizar.

Para el tipo que me importa, caminar no es la opción menos mala. Tampoco es una acción instrumental reductible a llegar de un lugar a otro. Simplemente se trata de una decisión política. Camino porque necesito pensar. Y para caminar elijo un espacio público, decido un interlocutor, decido un paisaje y una propia temporalidad. Y en tanto lo decido, des-fetichizo mi propio estar en la ciudad.

Digo, uno no sólo consume cuando va al Supermercado o al Shopping. También consume cuando habla sin consecuencias. Y también lo hace cuando camina sin decidir una apuesta, moviéndose a una velocidad que le es ajena.

Es cuando podemos suspender todos esos gestos que puede emerger otra voz, que las palabras pueden desvestirse del neoprén que las vuelve superfluas. Es entonces cuando puede surgir otra temporalidad, en suma, es ahí cuando puedo pensar. Sólo logro pensar cuando hago del pensamiento el síntoma de algo que se problematiza caminando.

Mi amigo el del gamulán verde dice que necesita pensar. Yo lo invito a caminar.

 

Escrito junto a Juan M. Sodo.

 

 

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